Un Dios jardinero

«Visitas la tierra, y la riegas; en gran manera la enriqueces; con el río de Dios, lleno de aguas, preparas el grano de ellos, cuando así la dispones. Haces que se empapen sus surcos, haces descender sus canales; la ablandas con lluvias, bendices sus renuevos. Tú coronas el año con tus bienes, y tus nubes destilan grosura.»

Salmos 65.9-11

En el inicio del Génesis, la narración muestra a Dios creando el universo. Después de haber hecho al hombre, Dios se detiene a plantar un jardín para colocar allí a su criatura, modelada por sus manos con arcilla y vivificada con amor por el soplo de sus labios. Todo un artesano que toma cuidado de su obra de arte y la dispone para que se multiplique, llene la tierra y la ponga bajo su dominio.

Esa imagen resulta conocida; sin embargo, con frecuencia se deja de lado, en un principio remoto del cual ya se ha perdido la conciencia, como si una vez realizada la obra creadora, el Creador se hubiera desentendido de ella. De esa manera, ya no se reconoce a un Dios que cuida y protege la naturaleza y la creación.

Muchos otros pasajes de las Escrituras muestran una y otra vez esta imagen de un Dios que no se desentiende de su creación, sino que la sigue asistiendo con su mano poderosa y misteriosa. El Salmo 65 es uno de esos pasajes.

Dios, que en un inicio formó los cielos y la tierra y plantó un jardín, como un buen jardinero sigue atendiendo las necesidades de su creación: «Haces que se empapen sus surcos…» Las imágenes describen no ya la obra de la creación, sino la obra del cuidado permanente: Dios sostiene cada día la creación que ha hecho.

En el salmo se pueden apreciar también otros detalles: «La ablandas con lluvias, bendices sus renuevos». Dios, que ha creado la tierra y ha plantado el jardín, los cuida con la lluvia, no hace toda la tarea sino que prepara la tierra, y deja listo el campo. Con estas expresiones está manifestando la espera de otra mano que venga a continuar su obra creadora y protectora.

El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, fue puesto en el jardín para llenar la tierra y dominarla, y le fueron entregadas las plantas que dan semilla y los árboles frutales (Gn 1.28-29), de modo que Dios pone al hombre como colaborador suyo en la creación que ha hecho. La imagen y semejanza del Dios creador también puede manifestarse en el cuidado de la tierra, en la protección de la obra creadora, cuya finalidad no es la naturaleza en sí misma, sino ésta en tanto fue creada para el hombre y la mujer, pues por eso Dios se la ha encomendado. De esta manera el salmo concluye diciendo «Se visten de manadas los llanos, Y los valles se cubren de grano; Dan voces de júbilo, y aun cantan». Es cierto, Dios vela por su creación, pero para que ésta esté al servicio del ser humano. Los campos son preparados por Dios y «los valles se cubren de grano»; es decir, Dios, que creó al hombre y la mujer a su imagen y semejanza, pone todo a su servicio, para que trabajando como él lo hace, podamos juntos caminar en la tierra por el camino que él nos indica y en el cuidado de toda la creación, todos tengamos el pan de cada día.

La imagen de un Dios como jardinero puede resultar un tanto ingenua. Sin embargo, si Dios comienza su revelación ocultándose detrás del delantal del que planta el jardín, al culminar la revelación, junto a otro jardín, la primera mujer que lo va a ver resucitado justamente lo confunde con un jardinero:

«—Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella pensando que era el hortelano, le dijo: —Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo llevaré. Jesús le dijo: —¡María! Volviéndose ella, le dijo:  —¡Raboni! (que quiere decir, Maestro)».

Juan 20.14-16

Tal vez habría que detenerse un poco más en esta imagen y reconocer como dijo Juliana de Norwich, una mística inglesa del siglo XIV: «Me detuve a pensar qué clase de labor debería hacer el servidor. Y comprendí entonces que él debería hacer la labor más pesada y el más duro trabajo, es decir, el de jardinero. Cavar y zanjar, fatigarse y sudar y dar vuelta la tierra calando hasta lo más hondo y regar las plantas a su debido tiempo, sin la menor interrupción y permitiendo que los dulces arroyuelos produzcan variados y nobles frutos que deberá poner ante su Señor y así servirle según su deseo».

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